Gracias a la vida, que me ha dado tanto

Cuando cada 17 de mayo celebramos el cumpleaños de mi hijo Bruno, celebramos la vida. Hace dieciséis años, los mismos que rebosan bondad y empatía en un adolescente curioso y feliz, que baila en el salón y me coge divertido por la cintura para aprender cha-cha-cha, hace dieciséis años digo, estuve a punto a morir. Cosas que no suelen pasar en un primer mundo pero que a veces pasan. Recuerdo que mi ginecólogo me dijo “has tenido suerte de haber nacido en este siglo y en este continente”. De lo que yo no morí, mueren todos los días en África, y morían en Europa hasta comienzos del siglo pasado.  Es lo que en aquellos años se llamaba “fiebre puerperal”, la infección generalizada por la pérdida masiva de sangre. Unos días de estabilización en la UCI,  transfusiones, una segunda intervención y los efectos de los antibióticos me salvaron la vida. Un largo mes en el hospital, hizo el resto. 

Aquellas horas de consciencia de la muerte fueron determinantes para mi percepción de la vida. Supe, en aquel nerviosismo del cruce de miradas entre médico, matrona y enfermeros, en la llegada de nuevos equipos,… en los cubos que recogían mi propia sangre, que me estaba muriendo. Recuerdo que tras la estabilización, un enfermero me miró y me dijo, “pobre, no te hemos hecho caso, porque estamos ocupados con tu cuerpo”. Yo, en aquellas dos horas terribles, buscaba una disociación que me permitiera no entrar en pánico. La encontré en la búsqueda de imágenes de rostros en los enchufes, las máquinas, los aparatos, que a veces me sonreían o me mostraban su rostro imperturbable.  Agradecí infinitamente a aquel enfermero con acento cubano que, mirándome a los ojos, me tuvo en cuenta mientras retiraba con delicadeza de mi cara mi propia sangre.

Cada cumpleaños, como decía, celebramos dos vidas. Porque sabemos de la fragilidad y la vida incierta. 

Este año de pandemia es particularmente especial. De alguna manera vuelve a mí y puedo hacerme cargo del sobrecogimiento y angustia de aquellos y aquellas que han pasado por la UCI: ese ir y venir de médicos y enfermeros, de médicas y enfermeras ante tu cuerpo doliente mientras tu mente aguanta como puede el pánico de pensar que uno se está yendo, irremediablemente, y piensa en la vida en su ausencia, en el hueco de la vida de su pareja, en el sufrimiento de sus hijos, de sus padres, sus amigos. La vida perdida. 

Cuando veo las imágenes de los que, impasibles y arrogantes, piden “libertad” en las calles y no atienden lo que aconsejan los sanitarios, creo que se sienten inmortales, que la vulnerabilidad no les atraviesa. Que piensan que tienen poder incluso sobre su propia vida. Que, en definitiva, los mortales son siempre los otros. 

Si esta pandemia nos puede enseñar algo es que los mortales somos siempre, antes o después, nosotros.

Mientras tanto sigo, con mi hijo, celebrando la vida, que me ha dado tanto, esquivando la muerte y aprendiendo cha-cha-cha.

Marián López Fdz. Cao

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